*Este comentario estudia exclusivamente al original de las artes plásticas bidimensionales.
Aquello que reciba la holladura, la huella directa generada por el movimiento muscular de un autor, de tal suerte que esa huella resulte perdurable (más allá del movimiento mismo que la causó), será entonces llamado el original.
Mas el terreno que separa (en el arte Bidimensional) al original de la copia, resulta, si se usa el criterio del lingüista C. F. Hoockett, un terreno radicalmente mal definido; y no lo es por algún descuido de quienes estudian ese territorio de la cultura, sino por una imposibilidad esencial para definirlo bien. Pero, ¿de dónde surge esa imposibilidad?
Surge de un doble encargo puesto al original, al que se le pide, en primer término (y sin que nadie lo diga) que como obra le guste a su propio autor (resultando que ese criterio de apariencia extraña, indicará que cuando tal obra inicia alguna circulación en lo social, su mismo autor la considerará concluida, siendo que se acostumbra certificar ese “estar concluida” con la firma de dicho autor, o cuando menos con la evidencia formal y conceptual de pertenecer a alguna corriente indagativa reconocible en él; es decir que (tal obra) no aparezca pues como una rueda suelta en su trabajo, pues de serlo, parecería un posible intento de algo que por ello, no redundó en hallazgo plástico alguno o peor aún, parecería algo difícil de certificar como ciertamente construido por el autor en cuestión), mientras a la vez se le pide, en segundo término a tal original, que sea único (lo que significa exigirle pues, que su autor lo haya realizado directamente, o sea con la intervención obvia de su propio movimiento muscular, por el cual transforma y ajusta las sustancias en las que tal original está construido). Y pareció siempre natural que ambos encargos podían hacerse a la cosa sobre la que el arte existe o de la que el arte consiste, mas una contradicción oculta y crítica, late entre ambos encargos, y a eso voy a referirme. Tanta es esta dificultad que a la postre la cosa artística bidimensional, deberá forzosamente escindirse en cosa tocada y cosa vista, si bien esa escisión no se evidencia cuando la obra esté recientemente construida, pues solo el paso del tiempo terminará por separar lo visto de lo tocado y tal separación será mayor cuanto más efectos y afrentas genere el tiempo sobre la obra inicial, dañándole, por ejemplo y ante todo (para el caso pues de la pintura y por generalización de las artes plásticas bidimensionales), su fuerza cromática inicial: Oscureciéndola, mermándole saturación cromática, cuarteándola, etc. (Algunos restauradores aseguran por ejemplo que a la obra de Arte debe tomársela como una suerte de sujeto viviente, al que le asiste el derecho a envejecer y que nunca un restaurador debe intentar disimular ese envejecimiento. Pero decir que la obra tiene derecho a envejecer es solo una forma elegante de consolar al coleccionista de Arte, que ve cómo el objeto de su colección se deteriora claramente en un momento dado; es cierto que el envejecimiento no debe disimularse, pero no lo es menos que sería preferible estar cerca de la realidad de lo creado. Cerca de ver lo que el autor vio. Ahí late la bifurcación nombrada entre lo visto y lo tocado: Lo tocado es casi imperturbable ante el tiempo, mientras lo visto es notablemente frágil. Pero… ¿No resultaría entonces creíble que en alguna gran obra antigua (por ejemplo “La Última Cena” de Leonardo), por deteriorada que esté, algo de su magia inicial sigue aún existiendo en ella? Debe proponerse aquí la estabilidad de las obras bidimensionales desde un criterio gris, en cierto modo inherente a todo pigmento, que no desde el aspecto de los valores cromáticos mismos. La propuesta es pues aquí la siguiente: Todo cuadro tendería a defender con alguna tenacidad, su nivel inicial de grises (claros y oscuros). Por ejemplo, si a “La Última Cena” de Leonardo, le hubiésemos podido tomar una fotografía en blanco y negro hace cinco siglos y le tomásemos otra hoy, los niveles de estabilidad que hallaríamos, desde esos criterios de grises claros y oscuros, aún serían altos. Siendo que los grises nombrados, surgirán de hecho tácitos desde el color. Así por ejemplo cierto violeta, puede, al fotografiárselo en blanco y negro, dar un gris igual al que dé un cierto azul. Entonces supongo que desde tal aspecto gris, ambos serán igual de estables, aunque no lo sean de hecho desde aquellos colores mismos, pues un violeta puede tal vez volverse pardo con el tiempo; y un azul podrá quizás, volverse verdoso antes o después de aquella transformación del violeta, según sea el material que los constituya; pero todos (violeta y pardo de un lado y azul vivo y azul verdoso del otro), darán cuatro grises sin embargo claramente semejantes entre sí, cuando se los fotografíe en blanco y negro. Ello nos lleva a la certeza de que “La Última Cena” de Leonardo, pese a los cinco siglos que ya le han trascurrido y a los desastres técnicos que la han acompañado, conserva desde tal aspecto de grises claros y oscuros, alguna estabilidad real con relación a lo que Leonardo construyó. Tanto, que ninguna réplica de ningún admirador de esa obra, consigue la solemnidad estructural que Leonardo logró imprimirle a ese trabajo, no solo en cuanto a su construcción formal básica, sino también a los detalles que presentan aquel punto culminante del esfuerzo místico titánico de Jesús de Nazaret. Al punto que todas aquellas réplicas resultan en cierto sentido increíbles. Es decir no creíbles, o sea distantes de la verdad, falsas; mientras la obra de Leonardo es gigantesca, gracias a todo lo contrario: Porque resulta creíble. Parece un suceso semejante cognoscitivamente a una extraña dimensión de la verdad, en un sentido Heideggeriano. No tanto porque sea realista (aunque sí lo es) sino porque está inundada de la capacidad inaudita de Leonardo para creer en lo que hacía. Él impregnó su obra con su misma capacidad de creer y nosotros hallamos creíble eso mismo. Como si pese a ser irreal, (pues a fin de cuentas no es más que una pintura) la percibiésemos como un asunto en algún sentido, extrañamente cierto.
Pareciera pues y según esto, que desde el aspecto no cromático, el original bidimensional resultase por algo parcialmente defendible. Pero ¿puede hacerse prescindir a la pintura de lo cromático? Naturalmente que no.
Recuérdese aquí y en todo caso (antes de seguir adelante), la condición primaria de que cada autor disfrute y guste de su propia obra, e insístase además en lo siguiente: El que dicho me gusta del autor hacia ella, sea difícil e incluso a veces improbable de lograr, no indica que sea innecesaria ni despreciable esa esencia. Es ella una común necesidad en todo arte y si (como tal) fuese negada o vulnerada, el arte se esfumaría en nada, es decir en cualquier cosa, humana, animal, inerte, hecha o no hecha, escogida o no escogida, decidida o no decidida. La gravedad de esto es tal, que si fuese cierto (como algunos analistas apresurados de la modernidad aseguran), que cualquier cosa es arte, resultaría entonces que de ahí surgiría un absurdo: Si cualquier cosa es arte, entonces todo sería arte y por derivación de ese sinsentido, nada lo sería, disolviéndose incluso todo el análisis y todo comentario. Acaso pueda decirse que cualquier cosa sería arte, pero solo a condición de que alguien que oficie de artista, crea desde su verdadero núcleo profundo en lo que hace y sugiera qué cosa lo será (y aún faltaría que la sociedad contemporánea o futura le escuche esa sugerencia). Como mínimo, el arte se diferenciará pues en “algo” de lo que no es arte. ¿En qué se diferencian? Supongo que solo el arte se especializa en intentar estimular alguna suerte de coexistencia inicial y por qué no de colaboración incluso, entre los diversos ritmos mentales concientes y no concientes, que pululan y que a veces (cuando el arte falta o funciona mal, por desinterés o desinformación del espectador, o por incapacidad de los autores que a tal espectador circundan), se des-estructuran convertidos en ritmos que se oponen entre sí, estorbándose por todo el basto territorio de lo psíquico. El hombre es pues un terrible animal psíquico y su maremágnum de fluidos mentales concientes y lógicos de un lado y no concientes e ilógicos del otro, requieren alguna articulación rítmica que haga de esa desmesura psíquica algo capaz al menos del intento por subsistir. Y ese es, supongo, el papel del arte, su esencia y su definición, por la que tantos esfuerzos se han hecho. Por esto encuentro que la idea Heideggeriana del arte como una “puesta en operación de la verdad” resultaría aceptable, solo si a la verdad se le reconoce no una necesidad de estructuración lógica, si no ya una necesidad de articulación rítmica entre lo lógico y lo no lógico, que pulsan en la interacción conciente y no conciente de cada sujeto humano. Aclarar qué es una articulación rítmica entre lo lógico y lo no lógico a niveles concientes y no concientes, escapa a la intención de este pequeño texto y espero poderla presentar en un texto mayor, debiendo aquí dejar solo clara la oposición radical entre lo rítmico de un lado y lo cíclico del otro: Lo cíclico es radicalmente repetitivo y por ello resulta matematizable, como derivado absoluto que es de la abstracción humana (por mucho que aparentemente el universo mismo se someta a ciclos, en los cuales y en realidad, la más minúscula imprecisión de sus lapsos, mostrará que no son tal). Muy por el contrario lo rítmico es la realidad radicalmente implícita de lo viviente y no es repetitivo en ningún sentido, ni matematizable en modo alguno. El arte no es por ello matematizable en cuanto al modo de hacerlo, de lo que resulta que su esencia en cada momento y lugar, no es predecible, aunque una vez hecho, sí sea posible usar los números para el mero acto mecánico de grabar la estructura que ya tomó.
Debe entonces recalcarse que el “me gusta” del autor hacia su propia obra, por extraño o a veces molesto que llegue a parecer, guía al arte. Porque ese “me gusta” es a su vez derivación de un “creo en lo que hago”, irremplazable para un artista por un “no creo en lo que hago”. Aunque deba aquí aclararse que ese “me gusta” se hace imprescindible únicamente para su autor, toda vez que desde el espectador a veces no se precisa un “me gusta” hacia una obra de arte, pues en muchas ocasiones ella será capaz incluso de derribar prejuicios en él, por un proceso inquietante al comienzo, o perturbador si se quiere, pero liberador al final en algún sentido, si se da el caso de que pese a esa inquietud y a tal perturbación, un “no sé qué” sin embargo mantenga el contacto entre el espectador y la obra. Y no está por demás aclarar que ese “me gusta” del autor hacia su obra, se desliga de cualquier connotación relativa al buen gusto o a cosas por el estilo, pues el “me gusta” de un autor, se funda en el núcleo libre de lo individual (inundado desde lo psíquico, por la versión del autor mismo en torno a lo social) y no en un núcleo social (que impele al individuo).
Parece pues conveniente que una obra bidimensional cumpla entonces con aquellos dos encargos nombrados al comienzo, pero el asunto pronto muestra su inestabilidad: El primer encargo, referido al me gusta del autor, no puede darse sin que el autor vea lo que le gusta, por ser el arte plástico Bidimensional un arte visual. Y debe recalcarse que eso que el autor ve al completar su creación, es lo que he llamado el original visto. Y en el segundo encargo, referido a que el autor haya trabajado con sus manos su propia obra, se exige que el movimiento muscular del autor haya transformado a su gusto las sustancias que conforman la obra misma. Es decir que las haya de alguna forma tocado, resultando que ahí estará, de hecho, el original tocado mismo. Ahora bien, como se nota, ambos originales empiezan a ocurrir encima de una única y misma obra, pero solo conservarán su coexistencia, como está dicho, cuando tal obra esté recién realizada. Entonces cuando una obra construida hoy, tenga mañana alguna antigüedad, y podamos tener de ella una excelente fotografía digital, que haya registrado todo el detalle preciso y el color original de cuando ella aún era nuevísima, ocurrirá entonces que el archivo binario de esa fotografía digital será el original visto y aquella obra ya envejecida, será el original tocado, los cuales ya nunca más volverían a coexistir. (Y valga aclarar que la fotografía digital no actuará como original visto, por quedar ella sujeta, como no los están -en principio- los números del archivo binario , al mismo deterioro que el tiempo impone al original tocado). Y todo ello, como está dicho, mostrará una articulación problemática, desde las dos siguientes vías :
Vía uno:
No solo en el arte, sino en todo acto de tocar cualquier cosa, permanece, una vez ocurrido, un sustrato fantasmal tan fuerte o débil, como fuerte o débil sea, en la memoria de un colectivo o de un individuo aislado incluso, la presencia de quien tal cosa tocó, convirtiendo ese sustrato fantasmal en un pasado estable y fijo en la cosa misma, que se torna por ello en amuleto, en un fetiche de apariencia invencible, mientras dure aquella presencia en tal memoria y además mientras dure la cosa tocada misma. Y todo ello lo parecerá mucho más, según insistiré, cuando tal cosa tocada sea, según el caso que analizamos, una cosa artística bidimensional, pues al serlo, el tocarla (en primer lugar) como fetiche, de hecho la transforma cognoscitivamente, mientras el tocarla como obra bidimensional, la transforma (en segundo lugar), gestualmente también. ¿Por qué? Porque el original tocado está convertido, por obra de la acción gestual de la mano, también en lo visto. O sea que aunque lo táctil pareciera no hacer parte del arte plástico Bidimensional, termina sin embargo ingresando en él, a través de las gestualidades que la mano impone a lo visto. La mano que toca, pone pues expresión gestual en la cosa, la cual se transforma con ese acto táctil.
Debe aclararse que en este comentario, lo que he denominado el original tocado, será radicalmente distinto de lo tocado en sí, pues mientras en rigor aquel es meramente táctil, lo tocado consigue por la acción gestual de la mano, cuatro dimensiones: una táctil-gestual, una visible, una cognoscitiva y una fetiche.
En el original tocado, lo tocado mismo se deja transformar por el movimiento muscular que le afecta, poniendo incluso en esa afectación un carácter táctil que se ve y un carácter ya no táctil sino cognoscitivo, que también se ve. Lo cual saltará a la acción cuando por ejemplo pidamos a dos pintores igual de hábiles, que copien un mismo asunto desde un mismo ángulo: Los resultados serán cognoscitivamente iguales, pero no serán gestualmente iguales. Porque por ejemplo, la mano que toca, deja texturas y temblores que son gesto y que como tal, no hacen parte de la intención cognoscitiva. Como se ve, la mano que toca, obedece pues a la cognición, pero a su vez carga un aparataje muscular, óseo, cartilaginoso y nérvico (e incluso neuronal ligado a lo nérvico), todo lo cual le es propio y solo suyo y terminará por dejar una impronta gestual solo suya también, que la cognición no domina a su voluntad. A todo esto se refiere lo tocado. Ahora bien, si decimos que algo de lo tocado debe permanecer en la cosa que es el original tocado, y eso que permanece no puede ser lo visible pues lo visible pertenece solo al original visto, preguntemos entonces: ¿eso que permanece es lo gestual, lo cognoscitivo o lo simplemente fetichista? Aquí radica el drama principal para el original tradicional: Lo tocado-cognoscitivo es además tocado-visto y resulta por ello afectable por el mismo paso del tiempo, de igual manera como será afectado por ese tiempo lo tocado-gestual, que también es además tocado-visto: La mano hace lo tocado sin que la vista ni la cognición conciente lo ordenen, pero eso que la mano hace por sí misma, también será captado por la vista y la cognición conciente y también será afectable por el paso del tiempo: Por ejemplo cierta gestualidad en el uso de algunos colores, dejará de existir cuando los colores se transformen por el oscurecimiento y la des-saturación que les forza el paso del tiempo. De suerte que de lo tocado, en todas sus cuatro facetas (tocado-cognoscitivo, tocado-visto, tocado-gestual y tocado-fetiche) lo único que permanece en el original tocado, es el fetiche. Creyendo pues perseguir lo estético y lo artístico, el original tocado solo garantiza entonces al fetiche.
Por ello, una cosa tocada hoy por un autor, cargará inalterable el suceso real de que tal autor la tocó, mientras dicha cosa subsista como ente coleccionable; de suerte que el haberla tocado, solo desaparecerá pues con la cosa misma. Mas si así ocurre con todo lo tocado, otro asunto ocurre con lo visto bidimensional; lo visto bidimensional es un volátil acontecimiento, que existe y subsiste solo mientras el autor lo capta y dice me gusta; de suerte que una vez retirada la vista del autor de ese objeto que le gusta, es posible que él, por alguna inestabilidad de sus materiales, cambie hasta llegar a no gustarle después al autor mismo. Contra eso ha luchado la técnica de todas las artes plásticas bidimensionales: Por intentar el hallazgo de sustancias estables, en las cuales lo visto por un autor, subsista lo más inalterable que se pueda. Y aunque algo se ha avanzado en ello, tal lucha, sobre todo en el mundo del color, es sin embargo perdida: Todo material que aporte color en el Arte Bidimensional, muda, cambia, se transforma y a veces, para aumentar el gusto de verlo, vulnera la durabilidad de lo visto en lo tocado, tornándolo en algo aún más cambiante de lo que ya era. ¿Por qué? Porque se suelen agregar a las técnicas, hermosos materiales que muchas veces pagan el precio de su belleza con la miseria de una mayor inestabilidad.
El envejecimiento pues de los ingredientes de los que está hecha una obra bidimensional, le señala a tal obra, dos directrices que irán haciéndola cada vez más difícil de analizar: En primer término, el original visto estará cada vez menos presente encima del original tocado y en segundo término tal original visto empezará a intentar aparecer, por diversos esfuerzos técnicos, encima de lo no tocado, buscando con ello multiplicarse como lo visto y a la vez salvaguardarse, con lo cual se construye ahí la doble intención del grabado y desde derivaciones de ello, aparecen otros desarrollos esenciales para lo conceptual.
Vía dos:
Esta vía es en algún sentido la otra cara de la anterior: Si decimos que a un autor de las artes plásticas bidimensionales le gusta una de sus obras, hemos dicho necesariamente que la vio. Pero si decimos que un autor trabajó con sus manos una obra, no decimos necesariamente que la tocó (a causa de aquella doble intención que hace nacer al grabado). Parece absurdo decirlo así y está claro que hemos llegado a lo aparentemente imposible: A que un autor vea su obra y reconozca en ella el me gusta, sin haberla tocado como cosa en sí misma. ¿Pero, por qué puede ocurrir esto? Simplemente porque antes tal autor tocó y vio otra cosa que se ha llamado matriz. Sin embargo y obviamente, en toda matriz (excepto en las numéricas computacionales) subsiste siempre algún carácter indefenso frente al mismo paso del tiempo, con una indefensión idéntica a la de la cosa que constituye al original visto-tocado en sí, sea por que los materiales envejezcan o por que el ejercicio mismo de cada impresión desde la matriz, terminará por destrozarlos. De todo lo cual surgen algunas características reversibles que esa matriz comparte con el original visto-tocado y que en esencia son las siguientes: A) Todo original visto-tocado, es capaz de ser matriz de algún sistema serial. B) Toda matriz (exceptuando, como se dijo, solo a la matriz numérica computacional) es preciso verla y tocarla para construirla. Pese a esa doble correspondencia, no toda matriz será capaz de ser original visto-tocado, a causa del desmembramiento que llega a tener la matriz en las policromías: En ellas, plancha a plancha y color a color, la obra se halla descuadernada por una lógica que solo permitirá verla como obra completa, en la copia o reproducción misma, siendo que solo tal copia pondrá de manifiesto si la misma matriz está correctamente concluida y construida. Resultando aquí que todos (original visto-tocado, matriz y copias de ambos) serán a la postre, en cuanto a perdurabilidad de lo visto, superados por el proceso de la grabación digital, que una vez archivada como números computacionales, resultará capaz de una estabilidad esa sí indefinida (mientras sea adecuadamente constituida), que se multiplicará en cualquier futuro con notable precisión, sin que aquella indefensión ante el tiempo afecte en principio a esos números; caso en el cual y por obra de esa digitalización, el original, la matriz y la copia se hallarán ya fantasmagóricamente tornados unos en otros, sin diferenciación posible.
Como se ve, hemos tomado aquí a la copia como sinónimo absoluto del término reproducción, muy a pesar de que algunos estudiosos del grabado aseguren que los originales pueden ser copiados, cuando un autor se mantiene en un mismo medio técnico, y que sus copias, pese a serlo, se validarán sin embargo como originales si en ese proceso, tal autor no se sale de dicho medio. Y que a su vez se volverán simples reproducciones no validables como originales, cuando desde un medio técnico se copia lo hecho en otro medio técnico. Pero el desarrollo riguroso de toda esa idea, generará paradojas insolubles, que sólo serán evitadas tomando a todo original visto-tocado como matriz de posibles copias o reproducciones y tomando a su vez a toda copia como reproducción y a toda reproducción como copia; siendo que ambas (y aquí radica el núcleo de toda esta argumentación) volverán a ser originales vistos, si llevan la aprobación del autor o cuando menos la certificación técnica de haber surgido desde un proceso reproductivo pleno de un rigor procedimental, que les inunda a tales copias de fidelidad. No deberíamos marchar adelante sin dar un ejemplo de aquellas paradojas nombradas: Si alguien dibuja en un papel y luego multiplica su dibujo valiéndose de un escáner, un computador y una impresora digital, habrá cambiado de medio y por ello supuestamente sus copias no serán validadas como originales, sino como meras reproducciones. Pero si en lugar de ello, (y aquí surge la paradoja), ese alguien dibuja con un lápiz graso sobre un papel resistente a la humedad, luego aplica goma laca, y después agua y tinta grasa con un rodillo, obtendrá copias que por ser tomadas directamente del dibujo graso inicial, se supone que no hubo variación en el medio y por ello, tales copias sí serían validables como originales. La paradoja aquí es esta: La fidelidad del escáner en el primer caso, no envidia nada a la fidelidad de la tinta grasa y el rodillo del segundo caso y puede incluso superarla. Siendo preciso recordar aquí que debe revalidarse y valorarse solo la fidelidad hacia el original visto, en desmedro del original tocado, so pena de quedar enredados en un fetichismo que confunde todos los valores.
A continuación se ahondan todas estas dificultades:
De manera muy extraña, el hecho de que un autor firme lo que no fue tocado por él, lo tornará sin embargo, sorprendentemente y por el solo acto de firmarlo, en original tocado y visto (cuando está recién firmado), puesto que por ello, lo hará sujeto al deterioro futuro como cosa, por la acción del tiempo. Lo cual nos obliga, desde este nuevo aspecto de tales dificultades, a que surjan pues dos maneras para el original tocado:
A)El original tocado primario, que se presenta cuando el movimiento muscular del autor, acomoda a su gusto, las sustancias que componen tal original, hasta construir la obra en sí.
B)El original tocado secundario, que se presenta sin que el autor acomode todas las sustancias que componen la obra, lo cual ocurre por uno de tres caminos posibles:
B1) Porque otras manos distintas a las del autor dirigen alguna mecánica semiautomática para construir al original tocado secundario (por ejemplo una impresión hecha por personal técnico en un taller de grabado).
B2) Porque un autor toma lo realizado por otras manos distintas a las suyas y ejerciendo luego una minúscula acción sobre lo que tales otras manos construyeron, lo transforma poderosamente, al punto de ameritar que esa intervención sobre tal obra inicial, lleve solo la firma del interventor final (por ejemplo “La Monalisa con Bigotes” de Marcel Duchamp).
B3) Porque la mecanización en la realización de una obra, no es semiautomática sino totalmente automática y no requiere la intervención de las manos de nadie (por ejemplo en una impresión por computador).
En esas tres variables, un autor ve y firma lo que no fue tocado por él (en su proceso de construcción), pero que pese a ello y por firmarlo, lo tornará sorprendentemente en original visto-tocado mientras esté recién firmado, dejándolo sujeto (por esa firma) al proceso de deterioro por el paso del tiempo. Siendo que cuando tal tiempo transcurra (hasta causar el deterioro en los materiales que constituyen la obra), se tornará entonces dicho objeto firmado, solo en original tocado, aunque tal característica, llegue a surgir aquí únicamente del mero acto de tocarlo para firmarlo.
Y el caso B2 vuelve a dividirse otra vez así:
B2 (1): El artista no toca lo construido por otros, pero sí lo ve, decidiendo qué y cómo será la obra por él transformada.
B2 (2): El artista no toca la obra ni la ve, sino que la piensa tan solo, indicando por medios lingüísticos (verbales o escritos) a otros, qué asunto será la obra, siendo que tal autor a la postre se desentiende en absoluto del aspecto de la obra final.
Supongo que con este último paso, se han completado, ante la cosa artística, todas las variables posibles entre dos niveles extremos, marcados en primer término por el acto de adorar la cosa que (recién construida) era el original visto y tocado (y que con su envejecimiento se va convirtiendo solo en el original tocado), para llegar en segundo término al extremo final de despreciar totalmente la cosa artística, al intentar priorizar solo al pensamiento del autor que se niega a ver o tocar cosa artística alguna y que por ello solicita a otros que ejecuten su intervención en ella. Semejante variabilidad de estrategias posibles entre tales dos extremos, ha confundido notablemente todo el núcleo de la acción cultural general. ¿Cómo abordar esa confusión?
II (La Actitud del arte conceptual)
Supongo que para este descomunal animal psíquico que es el ser humano, la belleza es el más camaleónico asunto que se ensortija y traspasa todas las hendiduras de su misma psique. Tanto, que la belleza le sirve, le colabora y le ayuda no solo a quien decididamente piensa en ella, sino también a quien no la piensa en absoluto; e incluso a quien asegurando despreciarla, la ataca con cualquier vehemencia, a causa de este o aquel motivo. Supongo que la belleza arranca, desde una estética primaria, apoderada de todos los factores de estética instintiva, para saltar luego a una estética secundaria en la que aceptando el reclamo del ser humano en torno a su gigantesca propensión visual, absorbe la básica acción estética no instintiva desde el suceso representacional del dibujo como primer acto humano, a partir del cual salta a una estética ya terciaria en la que se ocupa no solo de otros sentidos distintos a lo visual (otra vez desde aspectos no instintivos), sino que va ocupándose progresivamente por factores cada vez más sígnicos y simbólicos, hasta inmiscuirse con toda la problemática lingüística, la cual regresará para intentar desandar y repasar todo lo que al hombre atañe.
El arte conceptual surgirá pues, muy tardíamente, sobre aquel escenario de estética terciaria, al comprobar que los signos y los símbolos, cuyo desarrollo desemboca y acompaña todo el entramado de lo lingüístico, no están necesariamente atrapados en la cosa artística, sino que pueden deambular erráticamente sobre diversas cosas con una cierta y relativa independencia de las cosas mismas, puesto que se hallan fijos, más en el substrato psíquico de los humanos, que en las cosas con las que tal humano coexiste; todo ello en cuanto que un mismo propósito comunicante puede presentarse desde facetas cósicas radicalmente diversas, sin aquella ligazón irrompible que exige la obra tradicional ante una estructura estética, esa sí fija y fuera de la cual toda esa obra tradicional se desmorona. Pero de esa ruptura con la estética tradicional, la cual era fija en cuanto que estaba ella sí atrapada (para el caso de la pintura y el dibujo) en ritmos de líneas y colores, se ha pasado, por mucho que el arte conceptual intente abjurar de toda relación con la belleza, a una simple estética que estructura en el núcleo de su propio misterio, los ritmos no ya de líneas, colores o formas, sino de contenidos significacionales o simbólicos, minúsculos, que hacen, al final, que un concepto ya global, aparezca como mentalmente atractivo y por ello como culturalmente valioso. El arte conceptual pues, en nada se ha equivocado, excepto en tres cosas: Primero en intentar abjurar apresuradamente de toda estética, sin tener claro qué asunto camaleónico es esa estética; segundo en querer atacar a la pintura y a las artes tradicionales en general e indiscriminadamente; y tercero en creer siempre confiable la estructuración de pensamientos previos a la ejecución de las obras, como desentendiéndose del carácter libérrimo esencial del pensamiento humano mismo, que no se deja en verdad atrapar en jaulas de palabras, a menos que estén ellas montadas en fenómenos rítmicos que vuelvan (cuando sí lo están) a ser otra vez estética. La utilidad y la estabilidad de muchos actos comunicacionales del Arte conceptual, solo se mantiene, a despecho de su tenaz desprecio por la belleza, a causa de que la estética sigue, pese a despreciada, entretejida sin embargo en el artista conceptual mismo, sin que éste incluso de ello se percate. Siendo que de cuán entretejida esté, dependerá el impacto de tal autor conceptual. Que el Arte conceptual pueda y deba tomar distancias con el confuso criterio del buen gusto, es no solo aceptable, sino recomendable. Pero ¿quién dijo que la belleza tenía forzosamente algo que ver con el buen gusto? Tal buen gusto se funda en convenios abiertos o ocultos de lo social. Mientras la belleza, como está dicho, se funda en lo individual de cada sujeto humano, inundado del propio criterio de lo social que ese sujeto comporta.
III (La Actitud del Comprador de arte)
Insistamos que pasado algún tiempo después de concluir una creación artística y cuando ya ese tiempo va envejeciendo los materiales en los que tal obra fue construida, bien puede preguntarse ¿dónde está la obra? ¿En lo que el autor vio o en lo que el autor tocó? La pregunta surge aquí, como está dicho, porque en toda obra perdurará la certeza de que su autor la tocó, aunque se esfumará gradualmente la certeza de que la vio, pues el verla encierra estructuras precisas de formas y colores que no se sostienen de por sí, ni son inalterables en la cosa, mientras el tocarla encierra algunas circunstancias difusas, amorfas y fetichistas que esas sí se sostienen. La cosa que hoy toco, repitámoslo, cargará mientras exista como cosa, con el peso de que la he tocado. Pero lo que hoy veo como cosa, mañana, cuando ella mude en lo más mínimo, se tornará (por esa mudanza) en algo que, en rigor y según la nueva estructura que tal mudanza le impone, cada vez conozco menos, por estar crecientemente distante de lo que vi.
Hay pues, simplificando un poco, original visto-tocado, solo en la obra nueva; original tocado en la obra vieja; original visto en la reproducción o en la copia legítima que reproduce con fidelidad exquisita lo que el autor vio, sea que esté tomada de lo análogo o mucho mejor de lo digital; y habrá por último reproducciones o copias ilegítimas que multiplican con excesiva imprecisión lo que un autor creó, tergiversándolo por ligerezas técnicas, hasta convertirlo en algo tan lejano a lo que el autor vio, como en muchos casos llega a serlo el original tocado mismo, cuando está envejecido.
El coleccionista de arte ha querido pues, poseer en simultánea, lo visto y lo tocado, no reparando en tres aspectos:
1-Que a veces ambos asuntos (lo visto y lo tocado) pueden hallarse separados en cosas diversas: Si se quiere poseer la cosa tocada no se poseerán necesariamente todos los aspectos de la cosa vista (garantizándose a lo sumo, en el original tocado, algo de la estructura de la obra desde los criterios de negros, blancos y grises, comentados al comienzo) y si se quiere poseer la cosa vista (que a parte de tal estructura de negros blancos y grises, posea ella sí y además íntegra toda la estructura cromática) se escapará entonces la cosa tocada.
2- Ante esta circunstancia y por la dificultad antigua de copiar lo visto con rigor, el coleccionista de arte se había conformado con la cosa tocada, aunque sospechaba que lo visto que ella alberga, se estaba deteriorando. Sin embargo el criterio de lo antiguo y de lo único, llegaban para revalorizar lo que se depreciaba por aquel deterioro.
3-Copiar lo visto, es y será cada vez más creíble a causa de múltiples avances técnicos; y por ello, confiar todo el valor de lo artístico solo a lo tocado, será cada vez más impropio.
Obviamente que todo lo dicho, pese a ser totalmente aplicable a las obras bidimensionales recientes, será solo parcialmente aplicable a las obras del pasado, de las cuales en rigor, ya hemos perdido de manera diversa los originales vistos y solo nos quedan los originales tocados. Pero por un convenio social general, deberá grabarse digitalmente lo que queda de lo visto (aunque se ignore cuánto es), para compararlo en el futuro con lo tocado, que seguirá trastornándose.
Por todo ello, resulta comprensible, pero no recomendable sin embargo, que el original visto, cuando se automultiplica desde una matriz análoga o desde una matriz binaria, resulte erróneamente desvalorizado, porque se lo toma tan de segunda importancia como si se tratara de una copia ilegítima o de una reproducción ilegítima (que cuando lo son, en verdad trastornan de muchas maneras lo que su autor construyó); siendo que sin embargo, tal original visto terminará, cuando esté recién tomado de una matriz digital fidedigna, por alcanzar quizás a aparecer tan valorizado como el original tocado mismo, pues los materiales de éste último, ya afectados por el tiempo, estarán entonces en un proceso que les decolora, les enturbia, les resquebraja, les mancha, les oscurece, etc. convirtiéndose por ello en un constructo bidimensional cada vez más transformando y trastornando en relación con lo que su autor vio al crearlo, aunque de tal constructo perdure tal vez un poco más, el valor documental de las estructuras de negros, blancos y grises que se nombró al comienzo.
Voy a mostrar lo que hace el arte tradicional en su intento por existir. Él viaja en pos de lo bello, con una particularidad extraña: Aquel objeto bidimensional que es llamado bello, no se embarga de la belleza, como si ella fuera una propiedad intrínseca suya, sino que ese don radica (no en él) sino en acto mismo de llamarle bello. O sea que la belleza no está exclusivamente en el objeto, sino en alguna correspondencia oculta, (no diseccionable, ni reemplazable por fórmula lingüística ni matemática alguna), entre los ritmos de las líneas, colores, texturas y significados del constructo bidimensional que se nombra como bello y otros ritmos (ya entonces psíquicos) pertenecientes al sujeto humano que así lo considera y lo nombra.
Supongo que se equivocan algunos estudiosos de la estética al creer que la belleza debe ser una condición propia del ente que se llama bello, y no propia (como es en verdad) de la interacción y la correspondencia rítmica entre ese ente y el sujeto humano que así le considera y le llama.
Cuando el arte Bidimensional logra lo bello, entendido como acabo de nombrarlo, crea lo que he llamado una máquina mental, es decir crea una organización rítmica dinámica sobre la cosa, cuya correspondencia con lo psíquico no sigue patrones fijos, sino ajustables, según los énfasis mentales del sujeto humano mismo que logra disfrutar tal máquina mental (el autor al comienzo y los espectadores después); la cual al ser percibida, generará y pondrá en acción un entarimado denso de razones y sinrazones, de lógica y emoción, de preconcepción e improvisación, de certezas y absurdos; y lo hará negándose a ser una urdimbre absoluta ante la cual todos deban beber aguas de idéntica manera, entendiendo que lo rítmico no comporta un referente de belleza natural, ni de patrones o cánones, ni de la supuesta belleza de los números, ni de ninguna otra predeterminación.
Está claro que el criterio de máquina no lo asumo aquí como aquello que posee una mecánica predecible, como predecibles son las máquinas físicas. Pues la pintura y el dibujo nada tienen de mecánicas físicas; pueden ser máquinas sí, pero como está dicho, estrictamente mentales. Y tienen de tal, el hecho asombroso de su trabajo: Cuando se estructuran como máquinas mentales tienden a influir y afectar todos los sitios de la psique. Tal es el empuje intercomunicante de lo visual (estructurado así). Por eso he sugerido que teniendo Dios en el universo el Don asombroso de la ubicuidad, por el cual está a la vez en todos los lugares, de igual manera el dibujo y la pintura poseen alguna suerte de ubicuidad mental: No están en un sitio mental restringido sino que traslapan incesantemente toda su influencia cognoscitiva a todos los niveles concientes y no concientes. El criterio pues de la máquina mental es aquí tomado como lo que logra desarrollar un vasto trabajo psíquico: Pues bien, solo la pintura y el dibujo son en verdad máquinas mentales, y como tal, hacen lo suyo; ¿Por qué son las únicas máquinas mentales? Porque lo visual reclama su preponderancia psíquica en el ser humano y la pintura y el dibujo, como únicos artes que equilibran la presencia interactiva de la figura y el fondo, es decir de lo representacional y lo no representacional, o en otro sentido de lo significacional y lo no significacional, o incluso para lo abstracto, de los meros planos o niveles que avanzan y retroceden, sin que nada resulte nunca secundario, y ocurriendo todo en un solo instante que engloba el estado psíquico completo del sujeto que observa, sin los vaivenes anímicos que el tiempo (cuando es extenso) aporta, aparecen, por todo ello, (la pintura y el dibujo) reclamando y obteniendo el único lugar que existe en el criterio de la máquina mental. ¿Qué hacen el dibujo y la pintura? ¿Cuál es su trabajo? Ambos Presentan una hecatombe de júbilo visual-mental, que no es descriptible sino para quien le siente y por sentirlo le conoce y cree en él, con la característica de una potencia instantánea que cobija, en un mínimo momento y como está dicho, el enorme escenario mental en el que proyecta toda su afectación.
Ahora bien, la belleza de la máquina mental, como está dicho, no se predetermina, por que ella por sí misma agota y fatiga cada una de las vías que usa. Y para hacerla aún más imposible de predeterminar, resulta que sus propias vías son infinitas. Cada vía aparece pues finita, pero la variedad de sus vías es inagotable. Implicando todo ello una filosofía del arte esencial, tejida sobre el criterio mismo de la libertad. Por eso resulta la belleza como incapturable: Porque cuando alguien la cree sometida, ella se torna en nada. No es posible soñar en capturarla siquiera. Y aquella máquina mental que empezó a nacer encima de los ritmos de líneas, colores, y significados de la cosa pictórica o dibujística, ritmos que fueron reflejo de otros ritmos (los vitales) del autor, terminará (como máquina mental) por nacer pues en quien disfruta luego tal construcción (hallándose en sintonía con ella), lo cual indica que la reinventa en verdad. Porque como está dicho, tal trabazón de ritmos no entraña una correspondencia unívoca con quien la percibe, sino dinámica. En otras palabras, cada espectador, reinventa los vericuetos personales en los que cada obra habrá de moverse adentro de su mente. Aunque estará claro que no realiza tal reinvención de manera conciente ni voluntaria, sino siguiendo el silencio oscuro esencial de lo pictórico y lo dibujístico.
Parece un tanto irónico que, contra la idea Benjaminiana según la cual el arte resultaría perturbado por la reproductividad técnica, se pueda saltar a la orilla contraria: Que el arte vaya a ser protegido por esa reproductividad técnica, en cuanto que ella actuará eficazmente como sustituto válido (por fidedigno) del original visto, mientras aquella aura Benjaminiana a la postre no quedará muy claro a quien quiere pertenecerle: Si al fetiche tocado por el autor o al propietario mismo de ese fetiche; siendo que en todo caso, tal original como fetiche, no resulta, como creyó Benjamín, trastornado por aquella técnica reproductiva, sino por el orondo e indetenible paso del tiempo, contra el cual solo la grabación digital y la copia digital oponen lo más que puede oponerse: Fidelidad a lo visto por un autor.
Con lo cual las cartas están echadas.
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